Cuando quedamos en embarazo es cotidiano escuchar previsiones y advertencias acerca de cómo ya no volveremos a dormir nunca, como lo hacíamos antes de tener hijos, sobre la importancia de cuidar los espacios de conexión y comunicación con nuestra pareja, o sobre la lactancia y/o parto.
Con completa inocencia e ingenuidad tratamos de imaginarnos cómo será esa nueva vida después del nacimiento. Nuestra ilusión y todo eso que hemos creído acerca de la maternidad por lo que hemos visto o escuchado y la preparación para esa llegada nos mantienen lejos de poder comprender la intensa y profunda transformación que está por ocurrir en todas y cada una de las esferas de nuestra vida.
Y entonces llega el gran día. El día en el que es tiempo de ser portal. A través de nuestro cuerpo llega la nueva vida a éste, nuestro mundo.
Desde el momento cero de esa llegada todo lo que creíamos que iba a ser: todas las fantasías, sueños, ilusiones; se caen en cascada y nos encontramos cara a cara con la maternidad real. Con esa experiencia de la que alguna vez muy superficialmente escuchamos y que sigue siendo tan invisible en nuestra sociedad.
Y ahí estamos nosotras al fin con nuestro cachorro en brazos pero sin entender absolutamente nada de lo que está pasando en nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestro mundo emocional. Entramos en una dimensión desconocida donde la ambivalencia y el caos reina, un periodo en el que apenas podemos movernos de la cama por la poca energía vital que hay en nuestro cuerpo. Un espacio totalmente apartado de nuestra zona de comodidad, que con tanto empeño veníamos construyendo. Un lugar donde nuestra psiquis alterna constantemente el paso de lo sutil a lo concreto, de lo concreto a lo sutil. Por momentos hipnotizadas con el olor y la textura de nuestro bebé dirigidas por nuestra emoción e intuición, con la sensación extraterrestre de sentir tanto amor y fijación por un ser, por momentos intentando controlar militarmente absolutamente cada detalle para que las cosas funcionen y marchen con algún tipo de orden en medio de tanto caos e intentando recuperar nuestra vida que poquito a poco parece desvanecerse en el tiempo sin tiempo. Un lugar donde reina la incertidumbre, los miedos, las dudas, el desconocimiento sobre lo que es normal en nuestro bebé y sobre este nuevo periodo de nuestra existencia como cuidadoras y protectoras de vida.
Y en medio de toda esa gran adaptación se comienzan a sentir con bastante fuerza los juicios punzantes de la sociedad entera, incluyendo el juicio de ese quién era tu mundo, tu compañero, tu mejor amigo… juicios, miradas, comentarios en torno a no estar haciendo “NADA”. Por cada día ser menos “productiva”, “activa”, social, por recuperar tu físico, por la forma en cómo haces y no haces las cosas. Y entonces la naturaleza saca de las profundidades de nuestro inconsciente algo que venimos negando y apartando a los lugares más recónditos de nuestro ser, una versión de nosotras que sabe perfectamente cómo sobrevivir en medio de tanta crisis, juicio, soledad. Y sale la salvaje, la animal, la instintiva, la protectora, la que puede
con todo y puede SOLA aunque esté asustada, aunque este triste, aunque necesite una manada. Y ya no somos la misma que antes, desaparecen amistades, planes , hábitos que nos hacían ser quienes éramos antes de convertirnos en madres Y nos duele, y nos lastima, y nos hace sentir que enloquecemos, que quienes somos hoy en día no vale, no cuenta, no tiene valor, que estamos solas, locas, que no dimos la talla. Y comenzamos a sumergirnos en las profundidades de la transformación más grande nuestra vida, nos vamos al fondo a conocer y charlar con nuestros más temidos demonios, nos encontramos de frente a dolores que creíamos haber sepultado, a nuestras más grandes heridas y a todas las maneras de reaccionar y de protegerse que encontró nuestro ser para evitar que todo eso doliera.
Y van saliendo uno a uno a la superficie, algunos simplemente hacen llorar a nuestro cuerpo lo que no había llorado, gritan lo que nunca expresamos y muchos otros salen a hacer desastres en nuestro ya caótico mundo. Y día a día, mes a mes, en ese periodo que parece que no termina más, los vamos conociendo, nos vamos conociendo y entre tanta oscuridad de pronto comenzamos a ver destellos de nuestra esencia, comenzamos a escuchar susurrar al alma sobre sus profundos anhelos y deseos y aunque es incómodo porque no se acomoda a mucho de lo que con tanto esfuerzo creamos, la escuchamos y nos agarramos de esos rayitos de luz esperando encontrar estabilidad, bienestar, paz.
Empieza la segunda fase de la transformación: reconstruir nuestro ser desde la esencia, permitir que se derrumbe lo que fue construido desde el miedo y reprogramarnos con la consciencia de todo lo que fuimos encontrando en el viaje a nuestras profundidades.
Buscamos sanar, buscamos acompañarnos, comenzamos formaciones, cursos, aprendizajes que llevamos una vida posponiendo. Dejamos a un lado el deber ser, el querer agradar y empieza el viaje de forjar la mujer que siempre estuvimos destinadas a ser.
Entonces miramos atrás y ya no hay confusión, ya no hay resistencia, ya no se siente como una crisis…
Entendemos el para qué de todo lo que nos ocurrió, bendecimos la sombra, la oscuridad, el caos porque gracias a eso tuvimos la sagrada oportunidad de reconectar con la esencia.
¡Bendita matrescencia por atravesarnos!
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